John Fox, escritor y columnista del Chicago Tribune y Los Angeles Times, señala como uno de los siete errores fatales para destruir una carrera literaria el escribir para escritores en lugar de para lectores. Este fenómeno, que podríamos denominar “solipsismo literario”, ha proliferado en las últimas décadas, nutrido por la multiplicación de talleres literarios y programas de grado y posgrado en instituciones universitarias.
Este curioso fenómeno, tan sutil como pernicioso, ha ido creciendo, alimentado por las aguas turbias de los programas en letras y en bellas artes y los círculos cerrados de los grupos de escritura diseñados por otros escritores. ¿Acaso no es esta la más refinada forma de narcisismo intelectual, un juego de espejos donde cada reflejo busca la aprobación de su gemelo?
En estos cenáculos modernos, la escritura se transforma en un deporte de exhibición donde cada participante busca impresionar a sus pares con acrobacias lingüísticas y piruetas estilísticas. El lector común, ese ser ingenuo y sediento de historias, queda relegado a un segundo plano, convertido en un espectador distante e incomprendido.
La estructura misma de la educación literaria contemporánea en México ha contribuido a este problema. Los talleres y diplomados, diseñados originalmente para pulir el talento crudo de los aspirantes a escritores, se han convertido en cámaras de eco. En estos recintos, desde el taller de don Juanito hasta los cursos estatales y de claustro académico, los futuros literatos aprenden a escribir para el microcosmos que los rodea.
Este fenómeno no se limita a los novatos. Incluso autores consagrados caen en esta trampa. Un análisis de las obras ganadoras del Premio Xavier Villaurrutia en la última década revela una tendencia creciente hacia narrativas metaficcionales y experimentalismos formales que, si bien impresionan a los jurados compuestos por otros escritores y académicos, dejan fríos a los lectores comunes.
El costo de este solipsismo literario es alarmante. Según un informe de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, las ventas de ficción literaria nacional han disminuido un 18 % en los últimos cinco años. Del 88 % de ventas de libros, la cámara reporta un 4 % de ficción, aunque no precisa, de qué país es la ficción que se lee. El divorcio gradual entre la literatura "seria" y el lector común mexicano amenaza con relegar la ficción literaria a un nicho cada vez más pequeño y elitista.
La pregunta que todo escritor y escritora debería hacerse es: ¿para quién estoy escribiendo? Si la respuesta es “para otros escritores del circuito cultural de México”, es momento de recalibrar el enfoque. Basta con revisar los nombres de los jurados de los premios de literatura tanto nacionales como locales, a los jurados de becas para encontrarnos a los mismos escritores con la misma visión; la misma escuela, los mismos gustos perpetuando tendencias del corredor Roma-Condesa. Da vértigo.
Los premios literarios exacerban esta tendencia. Se han convertido en una suerte de juegos olímpicos de la escritura, donde los jueces —invariablemente otros escritores o críticos— otorgan medallas a aquellos que mejor ejecutan las piruetas estilísticas de moda. ¿Pero quién piensa en el lector común cuando se conceden estos galardones?
El talento de la escritura no se centra en impresionar a los pares en la FIL de Guadalajara o en la FILUG, sino en tocar el corazón y la mente del lector ordinario, tanto de Tijuana como de Mérida. Esto no implica una simplificación burda de la literatura. No se trata de renunciar a la profundidad o a la experimentación formal, sino de encontrar un equilibrio entre la ambición artística y la accesibilidad. Autores como Juan Villoro o Guadalupe Nettel han demostrado que es posible crear obras de gran complejidad y profundidad que, al mismo tiempo, conectan con un amplio espectro de lectores mexicanos.
Es crucial que los escritores amplíen sus horizontes de lectura más allá del círculo de sus pares. El escritor Alberto Chimal propone un ejercicio revelador en sus talleres virtuales: leer como un lector ordinario. Esto implica abandonar la mirada crítica del escritor y sumergirse en la historia con la inocencia y el asombro de un lector que busca ser conmovido o entretenido.
La escritura es un acto de comunicación, y como en toda comunicación efectiva, es significativo considerar al receptor del mensaje. Los escritores que logran trascender son aquellos que, sin sacrificar su visión artística, logran tender un puente hacia el lector frecuente. Los grupos de escritura deberían invitar a lectores aficionados a sus sesiones, para obtener una perspectiva fresca y no contaminada por las convenciones literarias. Es posible que los jueces de los premios literarios tengan en cuenta una suma significativa de lectores no especializados.
La pregunta que cada escritor debe hacerse es: ¿para quién estoy escribiendo? La respuesta a esta pregunta determinará no solo el futuro de su carrera, sino el futuro mismo de la literatura. Porque una literatura que habla para sí misma es una literatura condenada al olvido, un ejercicio de vanidad que se agota en su propio eco.
El trayecto del escritor está lleno de decisiones cruciales, pero ninguna tan determinante como la elección de nuestra audiencia. Al tomar la decisión de escribir para el lector común en lugar de para nuestros pares literarios, no solo ampliamos nuestro alcance, sino también estimulamos nuestra creatividad de las cadenas del academicismo exacerbado.
Dejar de lado la necesidad de impresionar a otros escritores significa libertad. Los artificios estilísticos ceden paso a la autenticidad, las complejidades innecesarias se disipan ante la claridad de propósito. Esta decisión no solo nos ahorrará dolores de cabeza, sino que también podría ser la llave que abra las puertas de una conexión genuina con nuestros lectores. Me gustaría que alguien me hubiera dado este consejo cuando era mucho más joven porque me habría ahorrado muchos borradores rotos y muchas expectativas fallidas.